Por mis venas corre la
sangre de colonizadores puritanos, que llegaron a Norteamérica en 1620. Ellos
navegaron a bordo del Mayflower. Huían de la persecución en tierras británicas,
por pensar que la Iglesia de Inglaterra había adoptado demasiadas prácticas de
catolicismo y se establecieron en el estado de Connecticut. Aun así, fui
bautizado de muy pequeño con el nombre de Pedro Sanders. Me parece admirable
que ese grupo de místicos contestatarios tuviera el valor de llevar su cultura
a territorios casi desconocidos para los europeos. Es por eso y otras razones,
que me complace saber que soy el último de esa línea genealógica nacido en el
Perú, que probablemente continuará con el linaje de esos memorables
antepasados.
Mi salud fue la de un niño normal, aunque mi madre falleciera a la hora de alumbrarme. Más aun, crecí con un cuerpo fuerte, que fui desarrollando con eventuales entrenamientos gimnásticos, deporte y una dieta balanceada, lo cual me distinguía de muchos jóvenes de mi edad. Fueron mi padre y abuelos quienes se encargaron de mi crianza. A pesar del dolor de la temprana pérdida, las heridas en el alma poco a poco fueron cicatrizando; ellos propiciaron un clima familiar favorable para la convivencia. Procuraron brindarme la mejor educación que estuvo a su alcance. Éramos una familia unida, y yo los amaba y respetaba con devoción sincera.
Grata fue la noticia cuando me anunciaron que había sido aceptado para seguir estudios superiores en la Pontificia Universidad Católica de Lima. No hablaré sobre mi formación académica para aligerar esta historia. Sólo mencionare que egresé de la facultad de ciencias sociales, ya licenciado en Antropología. En los últimos años me interesé por problemáticas sociales y llegué a tener cierto dominio de la materia. Me las había arreglado para elaborar un perfil profesional que reuniera los requistos pedidos. Pasaría muy poco tiempo hasta que me avisaron que había obtenido el puesto de trabajo en una organización no gubernamental. Al parecer, mi hoja de vida estaba al nivel de la institución, y me ofrecían un sueldo atractivo para un jovencito que recién incursionaba en la vida laboral.
Algunos días después, me avisaron que viajaríamos al complejo aqueológico de Caral (al norte de la provincia de Lima), para participar en una expedición arqueológica. Debía ocupar la función como asistente de investigación en trabajo de campo. Tomé con agrado la propuesta, e hice lo posible para dejar todo arreglado y prepararme para el paseo. Luego, me despedí de mis familiares y me dispuse a emprender el corto viaje. Al llegar al lugar indicado, tuve que ponerme bloqueador solar para protegerme del cáncer a la piel, pues el clima es cálido en esa área geográfica. Pronto me di cuenta que ser antropólogo no era suficiente para saber cómo desenvolverse en el terreno. Por suerte, obtuve el apoyo de algunos miembros del equipo, quienes rápidamente me enseñaron la mecánica del trabajo.
La visión del atardecer del tranquilo arenal, que colinda con la playa en el litoral costero, era una verdadera delicia estética. Junto a un compañero de trabajo que recién conocía, nos separamos del grupo para descansar. Al rato, sentí un poco de hambre y se me ocurrió ir a buscar algo para comer. Saqué una caja de jugo y abrí una lata de conservas para alimentarme llenando así el estómago Me había alejado un poco del campamento. A los pocos minutos, escuché un sonido que me llamó la atención; una vibración que provenía de algún lugar entre las antiguas ruinas Caral.
Miré alrededor y vi un objeto pequeño que reverberaba a unos cuantos pasos, me acerqué y lo recogí. Parecía tratarse de un artefacto de metal. Lo toqué y los vellos de la nuca se me erizaron. Ignoraba cuánto tiempo había pasado. El corazón me latía agitadamente, por el temor y la altura. ¿Dónde se encontraría mi compañero? ¿Por qué me había abandonado a mi suerte? Estas preguntas me provocaron una angustia profunda, al no saber qué ocurriría conmigo en ese inhóspito territorio. Asumí que mi compañero se había ido y me encontré perdido entre el desierto con la sensación de una extraña soledad.
Examiné el misterioso objeto a la luz del encapotado cielo. La escritura grabada en la pantalla del mecanismo no parecía a ninguna conocida. Al presionar mi pulgar el botón, no se encendió ninguna señal. De mala gana traté de atravesar a la fuerza el artefacto con un abrelatas. A pesar de lo liviano que parecía ser, opuso resistencia al metal, como si tuviera que vérmelas con un bloque de acero. El abridor se torció hacia un lado, mientras el objeto no tuvo ni un simple rasguño. Probé apretando el pulgar derecho sobre el círculo en la pantalla. Tal como esperaba se encendió con un sonido metálico.
El extraño artefacto proyectó una imagen que se materializó lentamente, aunque en mi estado de excitación apenas reparé en ello. Una mujer cubierta con una ligera túnica parecía necesitar ayuda. Luego, la proyección se interrumpió y la imagen se desvaneció en el aire frío. Me quedé helado cuando observé en el monitor la fecha del mensaje. Había sido grabado el 2 de abril de 1.640. Curiosamente, el día en que esto acontecía también era un 2 de abril. Por unos minutos, empecé a sollozar, mas luego me di una sacudida y comprobé que no soñaba; que en mis manos tenía una mensaje; que había llegado a destino más de trescientos cincuenta años después de haber sido enviado.
Aun ahora recuerdo cada palabra del mensaje:
En
plena colisión de dos mundos,
un
nuevo contrato podrá ser establecido:
El
tiempo de paz ha llegado a su fin,
Ahora
hay conflicto entre las naciones hermanas.
Proyecté
el mensaje dos veces más, y mientras lo hacía, me iba sintiendo más
intranquilo. Metí el artefacto dentro de la mochila, pues, anhelaba reunirme
con el resto del equipo de expedición. No sabía de cuánto tiempo disponía antes
de que oscurezca, pero quizá lograría encontrarme con los demás miembros del
equipo de trabajo. Invadido por la inquietud seguí caminando hasta el
cansancio. Me puse las botas y el abrigo, recogí la mochila y apagué la fogata.
Tenía la sensación de ser observado, una sensación bastante incómoda, y había
perdido mi sentido de orientación.
¿Acaso no eran sus intenciones que conservara el extraño artefacto? De todos modos, todavía me quedaba la brújula para guiarme. Ella me auxiliaría. Pero al tomar la mochila y buscarla, me pareció que todo estaba perdido. ¡Empezaba una ventisca que pronto acabaría conmigo! El polvo se levantaba por el aire seco y me cegó la visibilidad. Por primera vez después de haber hecho el hallazgo caí en crisis. La brújula había sido mi ancla, mi apoyo, algo en que confiar. De pronto, se escuchó un ruido intenso: indudablemente mi propia voz, que estalló en un alarido repentino y asustado que siempre recordaré con humillación.
Momentos después salí corriendo como un niño desesperanzado. Ya no recuerdo cuánto tiempo corrí. Quizá durante algunas horas, quizá sólo unos minutos. Innumerables veces tropecé o caí, y los rayos del astro rey herían mi visibilidad. De repente salió la luna e iluminó la pendiente con su débil luz. Caí al suelo exhausto.
Por
primera vez en mi vida había sentido un miedo incontrolable, al que me había
sometido por completo, como a una fuerza a la que no puede ofrecérsele ninguna
resistencia. Debía cuidarme de este poder. Miré a mí alrededor y distinguí la
árida meseta rocosa sobre la que había instalado mi campamento, y las cenizas
del fuego. Había regresado al campamento.
Sentí
la tierra debajo de mí, la presión contra mis músculos doloridos, el cuerpo
bañado en sudor. Y sabía que era bueno sentir dolor. Era importante poder
sentir: eso me indicaba que estaba vivo. Entonces, vi un destello en el oscuro
cielo de Lima. Durante un breve instante pareció una estrella fugaz, Un leve
soplo estremeció la arena en el suelo y me levanté.
Al mismo tiempo algunas
rocas empezaron a desmoronarse de las milenarias construcciones. Un destello palpitaba en el cielo nocturno cerca
de los vestigios arqueológicos. Tenía que mantenerme calmado y continuar
adelante, con mi mochila y la imagen del holograma en mi mente. En los
siguientes instantes fui devorado por un agujero el cielo y no supe más
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