Al
recuperar la conciencia, pude comprobar que había descansado profundamente. No
tenía ni la menor idea de lo que había ocurrido en las últimas horas. Después
de un rato, recordé la visión del destello en el cielo de la zona arqueológica
de Caral. Noté que yacía sobre una suerte de cama, en una habitación circular
con un techo alto y bien iluminado. Las ventanas pequeñas y estrechas llamaron
mi atención por su estilizado diseño. Luego de desperezarme me dirigí hacia una
de ellas para echar un vistazo al paisaje. El edificio en el que me encontraba
formaba parte de un conjunto de torres, altos cilindros que se comunicaban por
puentes angostos adornados con hermosos jardines. Algunas barcazas y naves
unipersonales sobrevolaban surcando el cielo. Todo esto se mezclaba vívidamente
en una atmósfera de ensueño.
Del otro lado colgaba un escudo redondo
con unas lanzas cruzadas por detrás. El escudo me recordaba los escudos griegos
de épocas tempranas, pero no pude descifrar los signos que contenía. Encima del
escudo había un casco con una incisión más o menos en forma de Y para los ojos,
la nariz y la boca. De las armas, que colgaban allí de la pared, emanaba cierta
dignidad severa, como si estuvieran listas para el combate. Armas que
inspiraban respeto y daban un aspecto fiero y salvaje al dormitorio.
Aparte de estos adornos en la pared y
de dos bloques de piedra, que quizá servían de sillas, la habitación estaba
vacía; las paredes, el techo y el suelo eran lisos como si fueran de mármol.
Parecía que no había puertas. Me incorporé, me dejé deslizar por la mesa de
piedra y fui hacia una ventana. Miré hacia fuera y vi el Sol, tenía que ser
nuestro Sol.
Aparentaba ser algo más pequeño de lo
que yo recordaba. El cielo era azul, lo mismo que en la Tierra. Respiraba
libremente, y esto me hacía pensar en una atmósfera que contenía mucho argón.
Por consiguiente, tenía que estar lejos del mundo. Pero cuando seguí mirando a
mi alrededor, comencé a darme cuenta de que no podía tratarse de mi planeta de
origen. El edificio en el que me encontraba parecía formar parte de un enorme
grupo de torres, cilindros planos que se extendían interminablemente, de formas
y tamaños diferentes, comunicados entre sí por puentes angostos y coloreados.
También
descubrí que mis movimientos eran más ligeros y sentía que caminaba a mayor
velocidad de lo que mi voluntad deseaba. Más adelante me enteraría que se
trataba de una menor fuerza en el campo gravitatorio de ese nuevo mundo, pues
al levantar una espada que estaba en una de las mesas, la sentí demasiado
ligera para su tamaño normal. A lo lejos, un mar se extendía más allá de unas
verdes colinas. Poco a poco mis sentidos fueron adaptándose a esa distinta
realidad.
Mi vestimenta consistía en una túnica
roja, sostenida en las caderas por un cordón amarillo. Vi que me habían
colocado un anillo rojo con la «S» de Sanders. Tenía hambre y trataba de concentrarme,
pero no me servía de nada. Me veía a mí mismo como a un niño que se encuentra
de repente en un mundo de adultos completamente incomprensible.
Un
sector de la pared se desplazó hacia un lado. Apareció un hombre alto y
atlético con el cabello castaño claro. A juzgar por su vestimenta, se trataba
de un líder militar y estadista. Se me acercó lentamente, colocó su mano
derecha sobre mi hombro, y dijo:
—Bienvenido
seas, Pedro Sanders. ¿No me recuerdas? Soy Eduardo Laredo, tu amigo de la
infancia. El tono familiar con que me dio tal recibimiento me tranquilizó.
—¿Cómo están tus abuelos? —preguntó y sus ojos denotaban sincera preocupación.
Lo
observé cuidadosamente.
—Siempre
los recuerdo con cariño —dijo, y se apartó un poco. Me demoré en reaccionar, ya
que mi mente tardaba en procesar muchas vivencias y emociones al mismo tiempo.
¿Acaso
se trataba realmente del Eduardo Laredo que yo había conocido? ¿Era el amigo deportista,
que en alguna oportunidad me defendió de los vecinos mayores del barrio? Algo
se estaba moviendo dentro de mí. Surgían recuerdos que se habían mantenido en
estado latente durante varios años.
—¡Eduardo Laredo! ¡Viejo amigo!—exclamé.
Se
irguió y me miró con alegría. —¡Pedro! —respondió.
Nos
abrazamos y nos pusimos al día de los últimos sucesos de nuestras vidas. Así
pude enterarme que me encontraba en la ciudad de Thanis, la cual había sido
fundada en una isla, y era la la sede central del mundo en el que me
encontraba. Él había sido nombrado administrador hacía algunos años atrás y era
un cargo político que le gustaba desempeñar.
—Veo
que trajiste el mapa estelar —añadió complacido. —Se trata de un objeto sumamente importante
para nosotros.
No deseaba
hablar en esos momentos, quería escuchar las innumerables cosas que tenía que
decirme.
—Debes tener hambre —me dijo.
—Quisiera
saber bien dónde me encuentro y para qué estoy aquí, Eduardo. —contesté seriamente.
—Por
supuesto —respondió mi amigo—. Pero también es necesario que te alimentes
—sonrió— Mientras comes hablaremos.
Dio
una palmada y un sector de la pared volvió a desplazarse hacía un costado. A
través de la abertura apareció una mujer, era la misma atractiva muchacha cuya
imagen se proyectaba en el holograma que había visto proyectado. Llevaba una
vestimenta de seda, con arreglos florales. Iba descalza y lucía un collar de
perlas alrededor del cuello. Volvió a desaparecer por donde había entrado, sin
decir ni una sola palabra.
Ante
la indicación de mi ex vecino empecé a comer de buena gana. Los alimentos eran
sencillos, pero exquisitos. El pan estaba todavía caliente, la carne parecía
proceder de alguna pieza de caza. Las frutas resultaron ser una especie de uvas
y melocotones y estaban tan frescas como la temperatura de la habitación.
Mientras yo iba comiendo Eduardo Laredo comenzó a hablar.
—Este
mundo se llama Tyamath. —dijo —Lo que significa en la lengua común del planeta
“Templo del Hogar”.
Hizo
una breve pausa. —“Templo del Hogar” —repitió— Por lo general, en las ciudades
de este mundo, el santuario principal se construye en el centro de una
plataforma. En él se coloca el estandarte de la casta a la que se pertenece. Se
trata de un símbolo de devoción; un espacio vital para la adoración, en el que
cada hombre, en su fuero interno, puede sentirse en especial conexión con el
universo.
Eduardo
Laredo se había levantado y parecía que iba habituándose al hablar de este
tema. Más tarde, comprendería algo acerca de lo que mi amigo sentía en ese
momento. Efectivamente, existe una norma en Tyamath, según la cual cualquiera
que se refiere a los Templos del Hogar debe ponerse de pie en señal de respeto
y veneración.
—Estos
santuarios —prosiguió Eduardo—se hallan diseñados y coloreados de manera
diversa, y muchos presentan inscripciones complejas. Más de una ciudad sólo
posee un Templo del Hogar sencillo que seguramente proviene de la época en que
la ciudad era un pequeño pueblo. Dondequiera que un hombre coloque su Templo
del Hogar, reclama la tierra para sí. El territorio se vuelve sagrado y es
protegido por los guerreros más valientes de la región.
—Podría
decirse que existe una jerarquía en cuanto a los Templos del Hogar. Dos
soldados sería capaces de matarse por una franja de tierra fértil, lucharían
juntos hasta la muerte para proteger el Templo del Hogar de su ciudad, dentro
de cuyo radio de influencia se encuentra su pueblo.
»Uno
de estos días te mostraré nuestro propio Templo del Hogar, que se encuentra en
estas edificaciones. Encierra una tierra que traje al venir a este mundo. Hace
mucho tiempo de esto —me contempló tranquilamente—. Algún día quizá te explique
más al respecto.
Me puse de pie y lo observé.
Enrique
Laredo se veía alejado, sumergido en sus propios pensamientos.
—Construir
un único gran Templo del Hogar para todo el planeta es el sueño de algunos
estadistas. De acuerdo con los rumores tal Templo existe, pero se encuentra
escondido en algún lugar de esta ciudad capital, lo cual es un secreto
protegido por los Annu-ki.
—¿Quiénes
son los Annu-ki? —pregunté con abierta curiosidad.
Eduardo
Laredo se dio la vuelta. —Sí —dijo—. Es muy importante que te informe acerca de
los Annu-ki. Pero deja que lo haga a mi manera, a fin de que entiendas mejor lo
que voy a referirte.
Volvimos
a sentarnos y Eduardo Laredo se concentró en la tarea explicarme paso por paso
sobre su mundo.
En su
relato, designaba el planeta Tyamath como la Madre Tierra. Una denominación que
se daba a la Tierrra en el Paleolítico Superior y hacía alusión a la reverencia
que se rendía a la Gran Diosa. Una deidad inmediata y cotidiana que actúa directamente por presencia viviente, y con la cual se dialoga permanentemente; ya sea pidiéndole sustento o disculpándose por alguna falta cometida en contra de ella y todo lo que provee.
—Los
Annu-ki —prosiguió Enrique Laredo— son seres inmortales. Son los verdaderos
gobernantes de este planeta.
—Ya
veo —dije reflexivamente. —¿Qué tipo de seres humanos son?
—Se
trata de superhombres. Ellos vienen de las estrellas —contestó mi amigo con un
tono de misterio en su voz.
—¿Y
entonces qué tipo de seres son?
—Son
simplemente dioses.
—¡Vamos amigo!¡Supongo que no creerás eso!
—¿Por
qué no? —dijo Eduardo—. Unas entidades que están por encima de la muerte y que
poseen un poder y sabiduría más allá de lo que puedes imaginar, bien podrían
considerarse de esa manera.
No respondí.
—También
podríamos afirmar —prosiguió mi amigo— que a pesar de todo los Annu-ki son
seres humanos, hombres como nosotros; dotados de una ciencia y una tecnología
tan superiores a las nuestras como lo es el desarrollo del siglo veintiuno
frente al saber de los magos y alquimistas del medioevo.
Mi amigo parecía perder la mirada en el
horizonte.
A
continuación, Eduardo Laredo me explicó las leyendas que circulaban acerca de
los Annu-ki, y me enteré que, al menos en un aspecto, eran los verdaderos
dioses del planeta. Según rezaba la opinión general, estaban al tanto de todo
lo que ocurría en Tyamath. Aparte de esto existen algunos medios mecánicos de
transporte o de comunicación o dispositivos de detección y monitoreo, como por
ejemplo el radar, sin los cuales resulta imposible imaginar la vida militar en
la Tierra de nuestros días.
—Dijiste
“la Tierra de nuestros días” ¿A qué te refieres con eso?
—Ten
un poco de paciencia, Pedro. Ya llegaré a ese punto.
—Es
solo una muestra de tecnología de los Annu-ki —dijo fríamente.
—¿Crees
que el rayo tractor estaría controlado por los Annu-ki? —pregunté.
—Sinceramente creo que la nave que te trajo se hallaba controlado a
distancia, de la misma manera, según dicen, que otros Viajes de Adquisición.
—¿Adquisición?
—Sí
—dijo mi amigo—. Hace mucho yo realicé el mismo viaje en el tiempo y en el
espacio que realizaste tú. Igual que muchos otros seres humanos.
—Pero ¿con qué fin, con qué propósito?
—pregunté asombrado.
—Cada
uno, quizá, por un motivo diferente, con diversos fines —dijo. —De hecho, los
Annu-ki programan tres tipos distintos de viajes interplanetarios: los Viajes
de Implantación, Viajes de Transplantación y Viajes de Adquisición.
Eduardo
Laredo me explicó entonces que, -según referencias de los Sacerdotes, quienes
se consideraban intermediarios entre los Annu-ki y los hombres- el mundo de
Tyamath había sido originalmente más grande. El enorme planeta conocido como
Darkos, perteneciente a otro sistema solar, fue atraído por la gravedad de
nuestro Sol, colisionando y formando con el transcurrir del tiempo este mundo.
Existía otra posibilidad: quizás el planeta siempre había sido una dimensión
paralela, sin haber sido descubierto por nuestros instrumentos de medición.
Asombrado advertí que mi amigo admitía sin más esta hipótesis imaginativa.
—Esa —dijo vivazmente— es la teoría del gran
impacto, que también se aplica a Gaia. Es por esta razón que también imagino a
menudo al planeta como la Madre Tierra, no sólo porque se asemeja tanto a
nuestro planeta de origen, sino también porque podría tener la misma velocidad
de revolución, a pesar de que esto requiera de tiempo en
tiempo una variación en el eje de revoluciones.
—Pero es imposible que no lo descubran
—objeté—. No se puede esconder en una dimensión paralela sin más un planeta
como Tyamath. ¡Es imposible!
Mi sorpresa era evidente.
—Pero
como la suposición de que pudiera existir otro mundo no es digna de crédito,
estas referencias han sido interpretadas en conformidad con otras teorías, a
veces se prefirió achacar limitaciones en los instrumentos antes que admitir la
existencia de un mundo paralelo en nuestro sistema solar.
Eduardo
Laredo no tenía nada más que decirme. Se
levantó, me tomó por los hombros, me retuvo durante un instante y sonrió. A continuación el sector de la pared
se desplazó silenciosamente hacia un costado y mi amigo abandonó el dormitorio.
No había dicho nada acerca de la misión que me esperaba aquí. La razón por la
cual yo había sido traído a Thanis era algo acerca de lo que todavía no deseaba
conversar conmigo, y tampoco me explicó el secreto al parecer poco importante
del extraño holograma. Lo que más me dolía era que no había hablado nada
acerca de sí mismo. Sentía un deseo imperioso de conocer más de cerca este
amable estadista que era mi amigo.
Confieso
que siento una necesidad urgente de contar mi historia; no puedo dejar de
hacerlo. Mi informe sólo contiene datos
que conozco como reales por propia experiencia, pero no me sentiré ofendido si
usted, estimado lector, se muestra escéptico. Con las pocas pruebas que puedo
ofrecerle es casi su deber poner en duda mi relato o al menos suspender su
juicio al respecto.
Quizá los Annu-ki sean también lo bastante humanos
como para ser emotivos, si es que realmente se trata de seres humanos, pues
jamás han sido vistos por mortal alguno. No sé si usted me creería, estimado
lector. Usted, con su tecnología de la que se siente tan fascinado, Creo que
por lo menos durante mil años no podría hacer nada; y para entonces, si los
Annu-ki así lo desearan, este planeta ya se encontraría en otra galaxia. Y quién sabe? Quizás la Madre Tierra,
un organismo viviente dejaría de seguir agonizando; y tal vez para ese entonces
ya seríamos algo más que polvo de estrellas.
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