Para
cubrirme, alcé rápidamente el brazo derecho; al hacerlo, el fuete de vallak,
que colgaba de la correa de cuero, describió una amplia curva. Lo sostuve, lo
usé como arma y golpeé con él el hocico inquieto que quería atraparme. El
vallak relinchó instigado. Luego retiró la cabeza y abrió el hocico, con el
propósito de volver a embestir. En ese momento conecté el fuete de vallak y le
asesté un fuerte golpe. Las chispas saltaban como una cascada reluciente y
retumbó un grito de dolor, mientras el animal aleteaba y se ponía fuera de mi
alcance con un salto repentino, que casi me arrojó a las profundidades. Me
apoyé sobre manos y rodillas y traté de volver a enderezarme. El vallak volaba
alrededor de la torre, profiriendo agudos relinchos; finalmente se alejó.
Sin detenerme
a reflexionar, toqué el silbato que me había dado Valian el Fuerte. Al oír ese
sonido vibratorio, el imponente caballo pareció estremecerse en el aire,
comenzó a girar, fue perdiendo altura y luego volvió a ascender. En su pecho se
desataba la lucha entre su naturaleza salvaje, la llamada de las montañas
lejanas y del aire libre, y el entrenamiento a que había sido sometido en su
juventud. Con un violento grito de combate regresó finalmente al cilindro.
Recogí la breve escala, que colgaba de la silla de montar, trepé por ella, me
acomodé en la silla y me ajusté el ancho cinturón verde que habría de
protegerme de una caída.
Al vallak
se le conduce mediante una correa de cuero colocada alrededor del cuello, al
que generalmente se hallan sujetas otras tres correas de cuero, que confluyen
en un aro metálico en la parte anterior de la silla de montar. Las riendas se
hallan teñidas de diferentes colores y terminan en aros diferentes, muy
distanciados entre sí en el collar colocado en el cuello del caballo alado.
Para determinar el rumbo, se tira de la rienda cuyo extremo señala con mayor
aproximación la dirección deseada. Cuando, por ejemplo, se desea perder altura
o aterrizar, se utiliza la cuarta rienda, que termina inmediatamente delante
del cuello del vallak. Para ponerse en movimiento, se tira de la primera
rienda, que ejerce una presión sobre el aro en la parte posterior del cuello
del caballo.
También se utiliza, ocasionalmente,
el fuete de vallak para conducir al animal; en este caso se toca ligeramente al
pegaso en la dirección opuesta a la que se desea tomar, la que, al retroceder
ante la barra eléctrica, seguirá adecuadamente. Este método, sin embargo, no es
muy adecuado, ya que la reacción ocurre de una manera exclusivamente
instintiva.
Tiré
de la primera rienda y sentí con alegría los fuertes aletazos del caballo
alado. Fui arrojado hacia atrás, pero el cinturón me sostuvo. Durante un
instante dejé de respirar; me aferré al aro de la silla mientras mi mano
sostenía la primera rienda. El vallak continuaba ascendiendo, y fui perdiendo
de vista la ciudad de Thanis. Nunca había experimentado algo similar, y si
jamás me había sentido semejante a un dios, por cierto que lo experimenté en
ese momento. Miré hacia abajo con vértigo infinito y distinguí a Valian el
Fuerte sobre su cabalgadura. Volando tan alto sentí el mundo pasar con una sensación
de revoloteo en el estómago.
—¡Ten
cuidado, muchacho! —gritó— Un vallak desbocado es muy peligroso.
De
repente me sentí mareado. A mis pies las colinas y llanuras de Tyamath parecían
un paisaje compuesto de manchas borrosas; casi creí distinguir la curva del
mundo, pero debió haber sido una ilusión de los sentidos. Antes de perder el
conocimiento, tiré de la tercera rienda y el vallak empezó a descender como una
flecha que cae sobre la inmensidad del Thalassa, el inmenso mar de Tyamath, con
una rapidez que terminó por hacerme perder el aliento. Dejé las riendas, lo que
es la señal de un vuelo constante en línea recta. El noble vallak aleteó, y
empezó a volar más lentamente. Valian el Fuerte parecía muy contento y conducía
su vallak cerca del mío. Desde él, me señaló la ciudad, que ahora se hallaba a
bastantes kilómetros debajo de nosotros.
—¡Una carrera?! —exclamé.
—¡De
acuerdo! —respondió a gritos mi maestro en armas. Hizo girar a su vallak y se
alejó volando. Me sentí temeroso. Él era tan hábil en su trato con el animal,
que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente
también yo logré hacer girar al animal y traté de azuzarlo. Se me ocurrió que
estos caballos habrían sido entrenados para reaccionar ante la voz humana y al
pitido de mi silbato para llamarlo cuando se encuentre alejado. Entonces
vociferé en tyamatha y en español: —¡Ai! ¡Ai! ¡Arre! ¡Arre!
El
vallak pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable.
Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como plumas
de algún ave rapaz, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso
parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un
instante apenas nos adelantamos al sorprendido Valian, y pocos momentos después
aterrizamos sobre el gran cilindro con torretas y puentes de bella
arquitectura, del que habíamos partido minutos antes.
El vallak pareció percibir lo que
yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante;
las alas de repente batían el aire como látigos, los ojos relampagueaban y cada
músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo
vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido
Valian, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro, del que habíamos
partido minutos antes.
—¡Por los Annu-ki! —tronó Valian el Fuerte,
mientras hacía aterrizar a su caballo— ¡Eres muy intrepido!
Los vallak, dejados en libertad,
volvieron por propio impulso a sus corrales, y Valian el Fuerte y yo descendimos
a nuestras habitaciones. Valian casi no cabía en sí de orgullo. —¡Qué gran vallak!
—exclamó—. Yo te llevaba un yustag de ventaja y sin embargo me has ganado. —El
yustag es una unidad de distancia en Tyamath, que aproximadamente equivale a un
kilómetro.
—¡Este vallak está hecho a tu medida!
—Yo pensé que quería matarme
—dije—. Casi tengo la impresión de que los criadores de vallak no domestican
suficientemente a sus animales.
—Estás equivocado —exclamó Valian
el Fuerte—. El entrenamiento es excelente. El espíritu del vallak no debe ser
quebrantado, por lo menos en el caso del vallak de combate. Está domesticado
hasta tal punto que depende de la fuerza de su amo si el animal lo devora o le
obedece. Tú llegarás a conocer al tuvo y él a ti. En el cielo, los dos seréis
uno solo: el vallak, el cuerpo, y tú, su voluntad. Vivirás con él un armisticio
continuo.
—Entonces, sí es así —dije—
pienso que debe llevar un nombre para identificarlo. Lo llamaré Kazam, Flecha
Ligera.
—Muy bien —respondió Valian en el
Fuerte —Pero debes tener en
cuenta que si eres ruin o impaciente, el pegaso te arroja al vacío. Pero
mientras te mantengas leal y te afirmes como su amigo, te obedece y te quiere
—calló un instante—. No estábamos seguros de ti, tu amigo y yo, pero hoy sé con
certeza a qué atenerme. Has dominado un vallak, un vallak de combate. Por tus
venas debe de correr la sangre de tu padre, que fue una vez Incal, líder
religioso y militar de Thanis, y que ahora tu amigo es su administrador.
Me
sentí muy sorprendido, pues no sabía que mi padre había estado en Tyamath
anteriormente y había sido el jefe supremo de esta ciudad y que Eduardo Laredo
se desempeñaba como su más alto funcionario civil. No pude ocultar mi cólera
contra mi progenito por no haberme confiado su secreto.
—Un
miembro renegado de los Annu-ki —dijo Valian el Fuerte—, Kallios, que bien
quisiera ser Incal de todo Tyamath sabe de tu existencia.
—¿Quién es Kallios?
—pregunté en un murmullo.
—Mañana
lo sabrás —respondió Valian el Fuerte—. Y mañana te dirán también por qué te
han traído a Tyamath.
—Ahora
debemos ir a la salón del Consejo —dijo.
La
sala del Alto Consejo Maldek es la habitación en la cual realizan sus reuniones
los miembros de las castas elevadas de Thanis. Esta se encontraba en la más
grande de las futuristas edificaciones. Los puntos de luz, que me recordaban el
cielo estrellado de Thanis, brillaban en el techo lanzando destellos que
iluminaban el gran anfiteatro con variados matices. En niveles diferentes junto
a la pared se alzaban los bancos de piedra para los representantes del Consejo.
Los bancos correspondían al color de la pared que se encontraba detrás de
ellos.
El
banco más bajo, pintado de blanco, les estaba reservado a los Sacerdotes.
Detrás de ellos se encontraban varias criaturas cuya imagen solo había visto en
ilustraciones de seres mitológicos, y otras de una naturaleza que no pude
reconocer. En medio de la sala circular se alzaba una suerte de trono, sobre el
cual se hallaba, vestido en su traje de ceremonia —una sencilla túnica marrón y
blanca—, Eduardo Laredo, administrador de Thanis, la sede central de Tyamath. A
sus pies tenía un casco, un escudo, una lanza y una espada.
—Acércate,
Pedro Sanders —dijo mi amigo, y me encontré de pie delante de su trono y sentí
fijas en mí las miradas de todos los presentes. Detrás de mí esperaba Fad y
Valian el Fuerte, quien tomó la palabra. —Yo, Valian, luchador de espada de
Thanis, doy mi palabra de que este hombre es digno de convertirse en miembro de
la Casta de los Guerreros.
Mi amigo le respondió de
acuerdo con el ritual prefijado.
—Ninguna
torre en Thanis es más fuerte que la palabra de Valian el Fuerte. Yo, Eduardo
Laredo de Thanis, acepto su palabra.
A
partir del banco inferior y en forma ascendente, cada miembro del Consejo
Maldek se iba poniendo de pie, daba a conocer su nombre, y declaraba que
también, por su parte, aceptaba la palabra del pelirrojo luchador de espada.
Cuando todos hubieron terminado, mi amigo me entregó las
armas que se hallaban delante del trono con una avergonzada sonrisa y una
palmada en la espalda. Sobre mi hombro colocó la espada de acero, sujetó el
escudo redondo en mi brazo izquierdo, me puso la lanza en la mano derecha y lentamente
dejó descender el casco sobre mi cabeza.
—¿Prometes
cumplir con el código de los Guerreros y poner tu espada al servicio de la
Madre Tierra? —me preguntó.
—Sí
—dije.
—¿Cuál
es tu Templo del Hogar?
Sospeché
cuál era la respuesta que se esperaba de mí y respondí: —Mi Templo del Hogar es
Thanis, la Ciudad de la Puertas Doradas.
—¿Y
en aras de esta ciudad empeñas tu vida, tu honor y tu espada? —preguntó mi
amigo.
—Sí —respondí.
—Entonces
—prosiguió y me colocó solemnemente las manos sobre los hombros—, te declaro de
este modo Guerrero de Thanis, en mi calidad de administrador de esta ciudad, en
presencia del Consejo de las Castas Elevadas.
Vi a Eduardo Laredo sonreír complacido.
Me quité el casco y me sentí muy orgulloso al escuchar los vítores de
consentimiento del Consejo Maldek. Aparte de los candidatos que debían ser
admitidos en la Casta de los Guerreros, nadie podía entrar armado a la sala del
Consejo. Si hubieran estado armados, mis hermanos de casta del último banco
habrían manifestado su aplauso con la lanza y el escudo; en las circunstancias
actuales se atuvieron a la forma generalmente aceptada de expresar el aplauso.
De algún modo yo tenía la impresión de que se sentían orgullosos de mí, a pesar
de que no podía imaginar el motivo. Para mi criterio no había realizado aún nada
que justificara su interés.
Acompañando
a Valian el Fuerte abandoné la sala del Consejo y entré en una pequeña sala
lateral para esperar allí a mi amigo. En la habitación había una mesa, sobre la
que se encontraban algunos mapas de las principales ciudades de Tyamath. Valian
el Fuerte se inclinó de inmediato sobre ellos. Me llamó a su lado, y mientras
los miraba atentamente me iba señalando determinados lugares. —Y aquí —dijo y
colocó el dedo sobre el papel— está la isla-ciudad de Thanis en medio del Mar
de Thalassa. Es enemiga mortal de Moriah, la capital gobernada por Kallios, que
desea convertirse en Incal de todo Tyamath.
—¿Y esto de qué manera se relaciona conmigo? —pregunté.
—Desde ahora —respondió mi maestro —Eres agente secreto de los Annu-ki, y viajarás a Moriah en una misión especial que se te encomendará.
0 comentarios:
Publicar un comentario