CAPÍTULO 4 - UN HOMBRE HONORABLE

4 de mayo de 2017

 


Para cubrirme, alcé rápidamente el brazo derecho; al hacerlo, el fuete de vallak, que colgaba de la correa de cuero, describió una amplia curva. Lo sostuve, lo usé como arma y golpeé con él el hocico inquieto que quería atraparme. El vallak relinchó instigado. Luego retiró la cabeza y abrió el hocico, con el propósito de volver a embestir. En ese momento conecté el fuete de vallak y le asesté un fuerte golpe. Las chispas saltaban como una cascada reluciente y retumbó un grito de dolor, mientras el animal aleteaba y se ponía fuera de mi alcance con un salto repentino, que casi me arrojó a las profundidades. Me apoyé sobre manos y rodillas y traté de volver a enderezarme. El vallak volaba alrededor de la torre, profiriendo agudos relinchos; finalmente se alejó.

Sin detenerme a reflexionar, toqué el silbato que me había dado Valian el Fuerte. Al oír ese sonido vibratorio, el imponente caballo pareció estremecerse en el aire, comenzó a girar, fue perdiendo altura y luego volvió a ascender. En su pecho se desataba la lucha entre su naturaleza salvaje, la llamada de las montañas lejanas y del aire libre, y el entrenamiento a que había sido sometido en su juventud. Con un violento grito de combate regresó finalmente al cilindro. Recogí la breve escala, que colgaba de la silla de montar, trepé por ella, me acomodé en la silla y me ajusté el ancho cinturón verde que habría de protegerme de una caída.

Al vallak se le conduce mediante una correa de cuero colocada alrededor del cuello, al que generalmente se hallan sujetas otras tres correas de cuero, que confluyen en un aro metálico en la parte anterior de la silla de montar. Las riendas se hallan teñidas de diferentes colores y terminan en aros diferentes, muy distanciados entre sí en el collar colocado en el cuello del caballo alado. Para determinar el rumbo, se tira de la rienda cuyo extremo señala con mayor aproximación la dirección deseada. Cuando, por ejemplo, se desea perder altura o aterrizar, se utiliza la cuarta rienda, que termina inmediatamente delante del cuello del vallak. Para ponerse en movimiento, se tira de la primera rienda, que ejerce una presión sobre el aro en la parte posterior del cuello del caballo.

También se utiliza, ocasionalmente, el fuete de vallak para conducir al animal; en este caso se toca ligeramente al pegaso en la dirección opuesta a la que se desea tomar, la que, al retroceder ante la barra eléctrica, seguirá adecuadamente. Este método, sin embargo, no es muy adecuado, ya que la reacción ocurre de una manera exclusivamente instintiva.

Tiré de la primera rienda y sentí con alegría los fuertes aletazos del caballo alado. Fui arrojado hacia atrás, pero el cinturón me sostuvo. Durante un instante dejé de respirar; me aferré al aro de la silla mientras mi mano sostenía la primera rienda. El vallak continuaba ascendiendo, y fui perdiendo de vista la ciudad de Thanis. Nunca había experimentado algo similar, y si jamás me había sentido semejante a un dios, por cierto que lo experimenté en ese momento. Miré hacia abajo con vértigo infinito y distinguí a Valian el Fuerte sobre su cabalgadura. Volando tan alto sentí el mundo pasar con una sensación de revoloteo en el estómago.

—¡Ten cuidado, muchacho! —gritó— Un vallak desbocado es muy peligroso.

De repente me sentí mareado. A mis pies las colinas y llanuras de Tyamath parecían un paisaje compuesto de manchas borrosas; casi creí distinguir la curva del mundo, pero debió haber sido una ilusión de los sentidos. Antes de perder el conocimiento, tiré de la tercera rienda y el vallak empezó a descender como una flecha que cae sobre la inmensidad del Thalassa, el inmenso mar de Tyamath, con una rapidez que terminó por hacerme perder el aliento. Dejé las riendas, lo que es la señal de un vuelo constante en línea recta. El noble vallak aleteó, y empezó a volar más lentamente. Valian el Fuerte parecía muy contento y conducía su vallak cerca del mío. Desde él, me señaló la ciudad, que ahora se hallaba a bastantes kilómetros debajo de nosotros.

—¡Una carrera?! —exclamé.

—¡De acuerdo! —respondió a gritos mi maestro en armas. Hizo girar a su vallak y se alejó volando. Me sentí temeroso. Él era tan hábil en su trato con el animal, que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente también yo logré hacer girar al animal y traté de azuzarlo. Se me ocurrió que estos caballos habrían sido entrenados para reaccionar ante la voz humana y al pitido de mi silbato para llamarlo cuando se encuentre alejado. Entonces vociferé en tyamatha y en español: —¡Ai! ¡Ai! ¡Arre! ¡Arre!

El vallak pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como plumas de algún ave rapaz, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido Valian, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro con torretas y puentes de bella arquitectura, del que habíamos partido minutos antes.

El vallak pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como látigos, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido Valian, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro, del que habíamos partido minutos antes.

—¡Por los Annu-ki! —tronó Valian el Fuerte, mientras hacía aterrizar a su caballo— ¡Eres muy intrepido!

Los vallak, dejados en libertad, volvieron por propio impulso a sus corrales, y Valian el Fuerte y yo descendimos a nuestras habitaciones. Valian casi no cabía en sí de orgullo. —¡Qué gran vallak! —exclamó—. Yo te llevaba un yustag de ventaja y sin embargo me has ganado. —El yustag es una unidad de distancia en Tyamath, que aproximadamente equivale a un kilómetro. 

—¡Este vallak está hecho a tu medida!

—Yo pensé que quería matarme —dije—. Casi tengo la impresión de que los criadores de vallak no domestican suficientemente a sus animales.

—Estás equivocado —exclamó Valian el Fuerte—. El entrenamiento es excelente. El espíritu del vallak no debe ser quebrantado, por lo menos en el caso del vallak de combate. Está domesticado hasta tal punto que depende de la fuerza de su amo si el animal lo devora o le obedece. Tú llegarás a conocer al tuvo y él a ti. En el cielo, los dos seréis uno solo: el vallak, el cuerpo, y tú, su voluntad. Vivirás con él un armisticio continuo.

—Entonces, sí es así —dije— pienso que debe llevar un nombre para identificarlo. Lo llamaré Kazam, Flecha Ligera.

—Muy bien —respondió Valian en el Fuerte —Pero debes tener en cuenta que si eres ruin o impaciente, el pegaso te arroja al vacío. Pero mientras te mantengas leal y te afirmes como su amigo, te obedece y te quiere —calló un instante—. No estábamos seguros de ti, tu amigo y yo, pero hoy sé con certeza a qué atenerme. Has dominado un vallak, un vallak de combate. Por tus venas debe de correr la sangre de tu padre, que fue una vez Incal, líder religioso y militar de Thanis, y que ahora tu amigo es su administrador.

Me sentí muy sorprendido, pues no sabía que mi padre había estado en Tyamath anteriormente y había sido el jefe supremo de esta ciudad y que Eduardo Laredo se desempeñaba como su más alto funcionario civil. No pude ocultar mi cólera contra mi progenito por no haberme confiado su secreto.

—Un miembro renegado de los Annu-ki —dijo Valian el Fuerte—, Kallios, que bien quisiera ser Incal de todo Tyamath sabe de tu existencia.

—¿Quién es Kallios? —pregunté en un murmullo.

—Mañana lo sabrás —respondió Valian el Fuerte—. Y mañana te dirán también por qué te han traído a Tyamath.

—Ahora debemos ir a la salón del Consejo —dijo.

La sala del Alto Consejo Maldek es la habitación en la cual realizan sus reuniones los miembros de las castas elevadas de Thanis. Esta se encontraba en la más grande de las futuristas edificaciones. Los puntos de luz, que me recordaban el cielo estrellado de Thanis, brillaban en el techo lanzando destellos que iluminaban el gran anfiteatro con variados matices. En niveles diferentes junto a la pared se alzaban los bancos de piedra para los representantes del Consejo. Los bancos correspondían al color de la pared que se encontraba detrás de ellos.

El banco más bajo, pintado de blanco, les estaba reservado a los Sacerdotes. Detrás de ellos se encontraban varias criaturas cuya imagen solo había visto en ilustraciones de seres mitológicos, y otras de una naturaleza que no pude reconocer. En medio de la sala circular se alzaba una suerte de trono, sobre el cual se hallaba, vestido en su traje de ceremonia —una sencilla túnica marrón y blanca—, Eduardo Laredo, administrador de Thanis, la sede central de Tyamath. A sus pies tenía un casco, un escudo, una lanza y una espada.

—Acércate, Pedro Sanders —dijo mi amigo, y me encontré de pie delante de su trono y sentí fijas en mí las miradas de todos los presentes. Detrás de mí esperaba Fad y Valian el Fuerte, quien tomó la palabra. —Yo, Valian, luchador de espada de Thanis, doy mi palabra de que este hombre es digno de convertirse en miembro de la Casta de los Guerreros.

Mi amigo le respondió de acuerdo con el ritual prefijado.

—Ninguna torre en Thanis es más fuerte que la palabra de Valian el Fuerte. Yo, Eduardo Laredo de Thanis, acepto su palabra.

A partir del banco inferior y en forma ascendente, cada miembro del Consejo Maldek se iba poniendo de pie, daba a conocer su nombre, y declaraba que también, por su parte, aceptaba la palabra del pelirrojo luchador de espada. Cuando todos hubieron terminado, mi amigo me entregó las armas que se hallaban delante del trono con una avergonzada sonrisa y una palmada en la espalda. Sobre mi hombro colocó la espada de acero, sujetó el escudo redondo en mi brazo izquierdo, me puso la lanza en la mano derecha y lentamente dejó descender el casco sobre mi cabeza.

—¿Prometes cumplir con el código de los Guerreros y poner tu espada al servicio de la Madre Tierra? —me preguntó.

—Sí —dije.

—¿Cuál es tu Templo del Hogar?

Sospeché cuál era la respuesta que se esperaba de mí y respondí: —Mi Templo del Hogar es Thanis, la Ciudad de la Puertas Doradas.

—¿Y en aras de esta ciudad empeñas tu vida, tu honor y tu espada? —preguntó mi amigo.

—Sí —respondí.

—Entonces —prosiguió y me colocó solemnemente las manos sobre los hombros—, te declaro de este modo Guerrero de Thanis, en mi calidad de administrador de esta ciudad, en presencia del Consejo de las Castas Elevadas.

Vi a Eduardo Laredo sonreír complacido. Me quité el casco y me sentí muy orgulloso al escuchar los vítores de consentimiento del Consejo Maldek. Aparte de los candidatos que debían ser admitidos en la Casta de los Guerreros, nadie podía entrar armado a la sala del Consejo. Si hubieran estado armados, mis hermanos de casta del último banco habrían manifestado su aplauso con la lanza y el escudo; en las circunstancias actuales se atuvieron a la forma generalmente aceptada de expresar el aplauso. De algún modo yo tenía la impresión de que se sentían orgullosos de mí, a pesar de que no podía imaginar el motivo. Para mi criterio no había realizado aún nada que justificara su interés.

Acompañando a Valian el Fuerte abandoné la sala del Consejo y entré en una pequeña sala lateral para esperar allí a mi amigo. En la habitación había una mesa, sobre la que se encontraban algunos mapas de las principales ciudades de Tyamath. Valian el Fuerte se inclinó de inmediato sobre ellos. Me llamó a su lado, y mientras los miraba atentamente me iba señalando determinados lugares. —Y aquí —dijo y colocó el dedo sobre el papel— está la isla-ciudad de Thanis en medio del Mar de Thalassa. Es enemiga mortal de Moriah, la capital gobernada por Kallios, que desea convertirse en Incal de todo Tyamath.

—¿Y esto de qué manera se relaciona conmigo? —pregunté.

—Desde ahora —respondió mi maestro —Eres agente secreto de los Annu-ki, y viajarás a Moriah en una misión especial que se te encomendará.

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